Hernán Arango tomaba menta en el café de Cuco Martínez, en Andes,
Por 1947 y 1948,
Transparentes copitas de menta verde y helada, que se sentaba a tomar solo, en redondas mesas esmaltadas,
Mientras escuchaba aquella canción en el traganíqueles:
“Padre nuestro que estás en los cielos,
que todo lo puedes, que todo lo ves,
por qué me abandonas en esta agonía,
por qué no te acuerdas de hacerlo volver…”
La canción estaba impregnada de una melancolía suicida,
Y a las tres de la tarde del sábado, en la plaza de Andes,
Los ángeles lloraban gotitas de menta verde.
Mientras tanto su hermano Gonzalo estudiaba a Aristóteles y a Santo Tomás, a Hegel y a Kant,
A Heidegger, a Nietzsche,
Y leía a Hölderlin.
Me decía: “¿Poeta, te das cuenta de estos locos?”
Y yo no me daba cuenta porque estaba nadando en el río, y ése no era el río de Heráclito sino el río San Juan, donde los muchachos nos bañábamos desnudos.
Gonzalo Arango se sentaba con Sartre y con Camus sobre una piedra a comer guayabas,
Y una tarde que Sartre se cayó al río y se ahogó, Gonzalo se puso tristísimo porque los libros había que encargarlos a Medellín, y esa operación resultaba demorada y riesgosa,
Ya que a veces le traían a uno un Plotino por un Platón, o un Tito Livio por un Polibio, y decían: “¡Pues léase éste, que es más o menos parecido!”
La primera década del siglo fue deliciosa, porque había muchas cosas qué hacer.
La segunda década del siglo no fue deliciosa, porque hubo la Gran Guerra y murieron nueve millones de personas.
Pero la tercera volvió a ser deliciosa.
Y la cuarta no fue deliciosa porque hubo la Gran Depresión, pues cuando no hay Gran Guerra tiene que haber Gran Depresión, o algo así, y además porque en el 39, cuando nos reponíamos de la Gran Depresión, entonces comenzó la Segunda Gran Guerra.
Y la quinta década tampoco fue deliciosa, porque la guerra se prolongó hasta que murieran 36 millones de personas, que era el mínimo fijado de antemano por los Aliados y las potencias del Eje para terminar la guerra.
Ellos dijeron: vamos a matar 36 millones de personas de entre todos nosotros, y cuando las hayamos matado y enterrado en lindos cementerios de cruces blancas, todas iguales y colocadas simétricamente, sólo entonces nos sentaremos a firmar las capitulaciones. Pero antes no; antes no.
Y la sexta década tampoco fue deliciosa, porque teníamos encima el peso de las dos grandes guerras y la gran depresión, y las otras guerras menos grandes y las que se estaban preparando, más lo que había acontecido aquí, que no era poco,
Y la séptima década tampoco fue deliciosa, ni la octava, siento decirlo, aunque Khrushchev y Kosygin, Breshnev y Podgorny, Kennedy y Johnson, Ford y Carter, hicieron esfuerzos desesperados en ambos sentidos.
Y la Tercera Guerra podría ser la última, y no llamarse grande ni nada, así que no diría yo que ésta sea una década propiamente deliciosa.
Pero si no recuerdo mal, el título de este poema prometía hablar de los años cuarenta. Concretémonos, pues, a ése nuestro propósito.
¿Los años cuarenta dónde? ¿De qué? Porque no fueron lo mismo en todas partes, ni para todas las personas, de modo que al hablar de los años tales o cuáles habría que precisar exactamente dónde, en qué lugar, y en qué casa, y aún más, en qué alma, y en qué parte de esa alma.
¿De cuáles años cuarenta es que queréis que os hable? Es difícil hablar de los años cuarenta. Pero los años cuarenta bien merecen que se hable de ellos en alguna forma. Hablemos, pues, de los años cuarenta.
Los años cuarenta están presididos por los retratos policromados de Stalin y de Hitler, de Churchill y de De Gaulle, de Roosevelt y de Montgomery, de Jorge VI y de Mussolini, de Hirohito y de Chiang Kai-Shek, de Franco y de una reina blanca y dorada, como no puede faltar en ningún tablero de ajedrez.
Los alemanes habían hecho una buena campaña de propaganda, y hasta en el pueblo más remoto los chicos saludaban con el brazo extendido,
Y los rusos también habían hecho su campaña y la hoz y el martillo aparecían por todas partes como emblemas de paz,
Y una cosa no chocaba con la otra en esta parte del mundo.
En cuanto a los norteamericanos, ellos nunca han tenido muy buena imagen con nosotros, no se sabe por qué.
Y esos eran los años cuarenta, viviendo bajo las noticias de la guerra, los periódicos y las revistas tan interesantes, colmados con fotografías de la guerra, sobre todo la revista “Life”, y al lado de las fotografías los avisos de los productos comerciales.
Después del 15 de agosto de 1945, tras el espanto de la bomba atómica, tener que volver a acostumbrarse a vivir en paz. Fue cosa difícil, ¿sabe usted?
“La bomba atómica nos trajo la paz. Hay que agradecérselo."
Ése fue el lema que nos mandaron del Norte.
Pero de entonces acá la pobre bomba atómica se ha convertido en un juguete obsoleto, que ya no asusta a nadie.
Ahora están pendientes sobre nuestras cabezas algunas cositas verdaderamente muy lindas.
Los años de posguerra, ¡esos sí que fueron años difíciles!
Los jóvenes traumatizados, los filósofos en rebeldía, la rosa de los vientos desorientada, y la tarea de volver a fundar el futuro sobre las ruinas de Europa.
Pero me he alejado mucho. ¿Por qué me he alejado tanto?
Porque el impacto de la guerra estremeció hasta el último rincón del mundo, y nosotros estábamos en ese rincón.
Si Marlene Dietritch cantaba en el frente de guerra,
Su voz tenía la misma melancolía de aquella canción: “Por qué me abandonas en esta agonía…”.
Y todos los hombres del mundo estaban melancólicos y agónicos.
Los únicos felices eran aquellos señores en sus retratos policromados, más Rommel y Goering y Goebbels y el general MacArthur, y el general Eisenhower.
Y a todos los pongo aquí porque ellos hicieron la guerra para que se les recordara, y justo es recordarlos.
Después de la guerra mundial también nosotros tuvimos nuestra guerra, pues algo había qué hacer,
Y nuestra cuota fue de unos trescientos mil muertos, pero ahí la hemos ido aumentando.
Al fin y al cabo, si no los matamos, de todos modos ellos se mueren.
Los años cuarenta, según como se mire, pueden estar cerca o lejos.
Qué lejos de mí ha quedado lo que hice apenas ayer, parece como si hubieran pasado siglos sobre ese viaje en autoferro de Cali a Palmira, con regreso en el tren del crepúsculo,
Y en cambio, qué cerca veo a Cleopatra, yendo hacia Octavio por el río, en su barca adornada de lotos.
Veo el añil de sus ojos al brillo del sol, la frescura de sus brazos, su enigmática sonrisa, no una sonrisa aprendida, sino la sonrisa propia del enigma. Me parece que fue ayer.
Sí, terminaron mal los años cuarenta.
La muerte de Gaitán, cuyos discursos vueltos a escuchar hoy suenan ridículos, fue sin embargo un acontecimiento que desbordó las previsiones de sus ejecutores, y cuyas consecuencias no hemos calculado. ¡Tan difícil calcular!
La historia de la época llamada Violenta se ha desfigurado, y los partidos tratan de ocultarla, la minimizan, la disimulan, quisieran borrarla,
Pero lo grave, señores, es que lo que se escribe con sangre no se puede borrar,
Se padece eternamente, y cada día se agranda ante la historia la sombra de sus ejecutores,
Sus nombres expuestos al odio interminable de las generaciones.
Si al comienzo de este poema hay una copita de fría menta color esmeralda,
Y los libros de los filósofos y de los poetas campean en el exordio,
No al capricho arbitrario se debe.
Interesados están los individuos en sus asuntos propios y en el estudio de las artes y las letras,
A fin de hacer que predomine el pensamiento civilizado sobre los instintos de la especie.
Pero los bárbaros desde el poder mandaron siempre: “¡A LAS ARMAS!”