Llovió, aumentaron las aguas, las quebradas fuera de sí saltan por encima de los puentes, se derrumban los taludes, se desprenden las peñas, se descuajan grandes árboles sobre la tierra revuelta por la tormenta, en toda aquella región entre Tulio Ospina y Cangrejo, sobre el ferrocarril troncal de occidente.
Llovió, y el río lleva los restos del desastre, náufragos maderos, animales fúnebres, acaso un ahogado solitario en la vastedad del anochecer.
Congestionado por los afluentes, hinchado, severísimo, el río en la devastación de la crecida, arrugado, ¡oh señor río, no me toquéis!
Los últimos aleteos del horizonte se pierden entre farallones; se cierra la noche sobre el ruido turbulento de las aguas y el trueno lejano en que se aleja la tempestad.
Caminamos, Humberto Gómez Molina y yo, muchachos de quince años, caminamos sobre las traviesas a lo largo del río, a trechos tomados de la mano para andar sobre los rieles que nos conducirán al amanecer.
De pronto, una luz brilla entre el boscaje, sombras de hombres se cruzan, a la orilla del río algo urgente sucede.
Derramando preciosísima sangre por la hermosa boca, terriblemente herido, está sobre la arena húmeda el novillo.
Rápidamente se mueven los cuchillos; la lustrosa piel, todavía viva, se separa con hábil cuidado; en ella queda humillada la imagen del novillo, el fuego que era novillo yace apagado en el rescoldo de su piel.
Cuando amanezca, sonrientes niños llevarán pedazos de novillo sobre hojas de plátano, bajo el sol restablecido, hacia sus casas grises de madera con techo de Zinc y un corredor delante, entre el olor mineral de la hulla.
En la margen izquierda, alta sobre el río, Anzá tal como fue construida en el siglo XVII. A la orilla del primer camino, donde el conquistador tuviera su herrería, ignorada a causa de su significado, la piedra muestra la huella clara y honda de un pie, rastro mítico del ígneo ser que en ella posara su planta.
Cazamos la guatinaja y la tenemos dos meses en el patio, cebándola bajo un árbol, hasta que no nos aguantamos más las ganas de su carne, en un sancocho hirviente al medio día bajo la incandescencia del sol.
La carne del venado, la carne de la zarigüeya, la carne del armadillo, la carne de la culebra, carnes que ofrece el monte para la gente de monte.
En la plaza de piedra, al férvido medio día, empiezan de pronto a moverse las hojas de los mangos, como agitadas por un céfiro repentino, e inmediatamente todos los habitantes toman sus precauciones, incluidos los animales domésticos.
Momentos después los árboles empiezan a batir fuertemente los brazos, se desorganizan las palmeras, las primeras tejas se desprenden, y el huracán asalta el pueblo removiéndolo todo.
Atraviesan el cielo ramas de árboles y hojas de palma.
Entonces un aguacero cerrado aprieta la meseta en un silencio duro y gris.
Humildes y paupérrimas gentes pueblan las montañas, los ríos y los cementerios.
Su mala suerte es tanta, que siguen siendo pobres después de muertos.
Su pobreza es lo único que tienen, de ella están colmados, la derrochan a manos llenas.
Sentadas en el suelo junto a su choza, en aquellas lomas áridas, viejísimas ancianas silenciosas, como salidas de sus tumbas para venir a ventear el grano. Ignoran que viven en el reverso del mundo.
Disputados entre los poderes del mundo, deberemos aún ser negociados y adorar amos extraños. Quizá nos parezca bonito y exótico.
Nosotros estábamos tranquilos a la orilla de nuestros ríos, especialmente yo estaba a la orilla del Cauca viendo unos ganados.
No eran míos, pero eran hermosos y gratos de ver.
No me importaba de quién fuesen, pues no los deseaba.
Lo importante era verlos como ganados que ignoran completamente que alguien posea derecho sobre ellos.
Él puede venir a decirles: “Vosotros sois mis ganados”. Y ellos lo miran con una indiferencia que espanta.
Rindámonos un poco a la nostalgia, nada más por hacernos ilusiones.
Y así vamos viendo que la tierra donde nacimos no es nuestra tierra donde nacimos, porque los conquistadores nunca han dejado de venir a América.
Siguen viniendo y continúan dándonos espejos, y en esos espejos nos multiplicamos y vemos nuestras caras cada vez más feroces, y de pronto les damos un susto de espejos.
Yo quería hacer un canto épico para el río Cauca, pero mejor voy a esperar hasta que pueda estar seguro de que el río Cauca es mío, porque no me gusta cantarles a los ríos ajenos.
El río Cauca, convertido en inmensa alcantarilla, no sabe qué hacer: se desborda, se encoge, le duele mucho el estómago, sufre náuseas, quiere vomitar.
Vomita un zapato Croydon.