Quien ha escrito sus primeros poemas suele considerarlos poco menos que geniales, y en consecuencia se apresura a participar en uno u otro concurso, esperando el reconocimiento que sueña merecer.
Cada uno de los participantes espera ganar, confiado en el buen juicio, imparcialidad e ilustración de los miembros del jurado, desestimando por completo a los demás competidores y con aparente olvido de que, en el mejor de los casos, los premios no pasarán de tres.
La buena fe de los concursos no puede cuestionarse a priori y generalizadamente, pero sus resultados comparativos indican que en esto también juega la suerte, como en todo lo demás. Cualquier cosa que ello sea, la suerte existe, puesto que los futurólogos cuentan siempre con ella en sus predicciones.
Como garantía de imparcialidad, debiera revisarse la costumbre de designar a escritores para juzgar a escritores, al menos en Colombia, y escoger los jurados entre críticos, profesores, autores de géneros diferentes al del concurso, editores o intelectuales no beligerantes en los dominios del género al cual se convoca. Estoy convencido de que los jurados manejan celos profesionales contra cualquier autor sobresaliente en un concurso y en consecuencia prefieren acordar los premios a los segundones, que no representan ningún peligro futuro de competencia. Y si no fuere así, entonces es que no leen, o no saben leer. Esto último he podido comprobarlo personalmente.
Quien se someta a concurso haría bien en olvidarse del asunto a partir de la entrega de sus originales, y no dar su triunfo por descontado sino, al contrario, estar dispuesto a aceptar el fallo sin objeciones. No sólo para practicar la norma de saber perder, sino porque todo juicio artístico es subjetivo y se fundamenta en criterios personales, de algún modo arbitrarios y siempre discutibles.
Quien participa en un concurso acepta de hecho las bases promulgadas y renuncia a polémicas con motivo del fallo. Si gana, no debe alegrarse en demasía, pues su triunfo es relativo por definición; y si pierde no debe resentirse por ello, pues no conoce el conjunto de las obras que participaron.
Los defectos que suelen señalarse a los concursos son más imaginarios que reales y provienen siempre de concursantes repetidamente frustrados. Ni ganar en un concurso gradúa a nadie de genio, ni pasar desapercibido le merma sus posibilidades futuras. Las reacciones que se observan después de cada concurso hacen que perogrulladas como ésta se vuelvan procedentes.
Los concursos de poesía han existido siempre, y las desavenencias entre poetas también, y no hay que extrañarse de nada.
Como ya se ha dicho, la única obligación del escritor es escribir bien, y mejor sería que los premios literarios no existieran. Así la poesía ganaría en todo sentido: en seriedad, profundidad, autenticidad y desinterés.
Lo peor que se puede hacer es escribir para un concurso. Pero si se cuenta con la obra terminada previamente al anuncio de algún concurso, participar puede ser una de las pocas maneras de publicar un libro de poesía, dado que la poesía no es ni mucho menos la preferida de los editores, a causa de que tampoco es la preferida del público.
En cuanto al número de jurados, deben ser cuatro o cinco. No tres. Porque se amangualan dos.