Sobre el tema de las traducciones poéticas hay poco qué decir, al menos desde mi punto de vista.
En primer lugar, estoy de acuerdo con quienes proponen que los poetas deben ser traducidos únicamente por poetas, y declaro que la peor traducción que se puede hacer de un poema es su traducción literal, la cual resulta un bagazo insulso, sin ningún nexo poético con el original, dado que la poesía no está en las palabras, sino que se asoma y hace guiños por detrás de ellas. Recordemos que García Márquez ha manifestado que la mejor traducción de “Cien años de soledad” es la inglesa, porque el traductor leyó primero el libro y después lo reescribió en inglés.
Cuando se comparan varias traducciones de un poema nos sorprenden las diferencias, que muchas veces contradicen al original. El tema interesa puesto que, aunque se conozca una lengua, no se dejan de leer traducciones.
Hubo un tiempo en el que se podía confiar en las traducciones, porque casi siempre estaban hechas por escritores, con amor, con paciencia, con desinterés, con arte. José María Salas Subirat, por ejemplo, empleó unos veinte años en la primera traducción del "Ulises” de Joyce, y una traducción así se lee con confianza, admiración y agradecimiento.
Con la expansión de la industria editorial existe el problema de la velocidad, y cualquier traductor, medianamente calificado, trabaja a razón de tantas páginas diarias, a tanto por página, a fin de ajustar un salario, no de enriquecer una literatura sino de enriquecer al editor. En ese negocio, el autor y el lector no cuentan para nada, sino que los comerciantes se adueñan de la obra literaria y la vuelven simple y llanamente mercancía de consumo rápido.
Así pues, la obra literaria se traduce con el mayor descuido, asimilándola a cualquier best-seller, o a un simple texto didáctico o periodístico.
A veces, claro está, aparece una buena traducción, pero todo el resto es de cargazón, trabajo a destajo, con el agravante de que, por no estar disponibles los derechos de sus primeras traducciones, muchas obras se vuelven a traducir malamente con el fin de poder incluirlas en el fondo editorial de impresores que venden colecciones por entrega semanal, o que preparan sus catálogos con las nuevas técnicas de mercadeo. Algunos traductores, cuyos nombres ya son famosos, traducen demasiados libros por año como para que se pueda confiar en ellos.
El trabajo de comparar traducciones resulta en exceso dispendioso, aparte de que hay que contar con el original. En consecuencia es una clase de lectura que sólo se realiza por curiosidad académica.
El verso como forma ha perdido importancia, salvo para los poetas mismos o especialistas literarios. La poesía que hoy se lee, da lo mismo que nos la den en párrafos, pues ya ni siquiera los poemas se dividen en estrofas. La muerte del verso conlleva la muerte del poema.
La poesía en prosa es algo distinto: es prosa, como su nombre lo indica. La discusión, desde luego, es de poca importancia, ya que estamos acostumbrados a leer a los poetas antiguos y a los grandes clásicos en traducciones en prosa, a causa de la dificultad de la traducción en verso.
Las famosas traducciones de Guillermo Valencia se consideran excelentes porque más que traducciones son recreaciones, y lo mismo puede decirse de las de Rafael Pombo y otros maestros colombianos. Gran parte de los defectos de traducción al español se originan en que los traductores tampoco saben español.