POR NOMBRE ROY

I

Dos veces repetí el mismo viaje y dos veces me sucedió exactamente lo mismo:

que estando yo en casa de mi tío Emilio, en su inmenso palacio de sesenta arcos blancos,

jugando a las mariposas con su hijo y primo mío, por nombre Roy,

Roy Jaramillo, que tenía en ese entonces nueve años menos que yo, es lo importante,

palmeando las manos alrededor de la cascada, con los ojos cerrados,

un pájaro que venía volando chocó contra su pecho e inmediatamente fue convertido en espuma,

espuma de sonrisa que la cascada bate como una nube izada en un mástil de piedra.

No lo seducían las moras, tan rojas que apenas una cabía en la palma de su mano,

ni las extrañas flores radiofónicas, las cuales había que encontrar en el centro del bosque, al atardecer,

ni el lucero que Alejandrina, su madre, buscaba todas las noches en un telescopio instalado en el ala derecha, frente a las columnatas del norte,

adonde nunca podían llegar los rayos de la luna, pues estaban diseñadas de esa manera.

Sólo corríamos y corríamos hasta que, sonrosado y jadeante,

se dejaba caer a la sombra de su perro preferido,

asomando entre sus dientes un pétalo rojo de tulipán.

II

Al día siguiente, cuando la mañana apenas aleteaba en mi ventana,

el tren tocaba a mi puerta y yo tenía que prepararme apresuradamente para el regreso.

El ángel malogrado, extrañamente bello, palpitaba en el humo del sueño,

mientras los perros, en el jardín, trataban de imitar a la sirena ladrando agudamente.

Quinientos metros más abajo, donde comenzaba la bruma, albeaba la plazoleta,

y yo me dirigía hacia ella dejando caer en mi rostro el rocío, que es bueno para los ojos.

Cuando llegaba ya había partido el tren y los funcionarios públicos, en fila india,

se ocupaban en limpiar los rieles y los polines con un trapo blanco humedecido en leche de monte.

Una gota de aceite había caído en el traje blanco del alba, y el Inspector de Policía estaba furioso con el maquinista,

y lo amenazaba con los puños a la distancia, mientras éste, alejándose, le ponía dos palmos de narices desde su plataforma,

y comenzaban a trepidar los árboles a la orilla de la carrilera como si los estuvieran matando,

y el viento se tapaba las narices para no tragar el humo negro y espeso que salía de la chimenea.

III

Entonces yo tenía que subir a esperar el autobús en la rotonda,

donde me entretenía jugando mi suerte a la ruleta

con el empacador de señales, el deshollinador de antenas y el hijo del conmutador de vías,

que hacía trampa cada vez que se ponía colorado y le temblaban los ojos.

El jefe de las pasionarias descalzas se paseaba en la antesala, aporreando los pilares con su bastón de carey,

y se detenía para tocarse los anteojos cuando pasaban los encargados de darle a cada uno un pedazo de hielo antes de las 8 a.m.

A las nueve en punto el autobús aparecía en la penúltima curva del cerro,

tocando su bocina como un clown embriagado el día de primavera.

A las nueve y diez yo tenía que estar de nuevo en la plazoleta, debajo de los tilos, donde el bus se detenía,

para subir mis maletas: rosada, amarilla, y verde; el paraguas, el balón, el catrecito plegable y los trebejos de pintura,

pero ya el bus había partido un minuto antes, por lo que me era necesario comenzar el camino a pie,

dando un gran rodeo por la carretera de circunvalación, donde están instalados los depósitos de hielo,

cuyos tanques de cristal cortan a trechos los bancales de la carretera,

y contra los cuales uno puede poner la mano para que se le enfríe,

o hacer reflejar los ojos y en fin, por cuyos bordes uno puede pasear mirando las brillantes superficies y el halo verde de las orillas,

olvidándose de regresar a la ciudad, pues en cualquier parte donde nos encontremos ya hemos llegado.