EL REY DARÍO

Darío era pequeño,

con un gran billete de cien en el bolsillo,

y poseía algunos de los más bellos potros brillantes de la ciudad,

sobre los que se sentía tan grande como su billete de cien.

Darío poseía un anillo, reloj y cadena de oro

(la cadena brillando sobre su pecho),

pero Darío no ofendía a sus amigos, simplemente se mostraba entre ellos,

todo constelado y adorable con su pequeña estatura,

como una estatuilla modelada y adornada por la perfección del arte antiguo,

con sus quince años bien formados y su agilidad propia y natural.


Yo en mi retiro de las montañas, cuando me alejaba del Liceo,

me pasaba todo el invierno recordándolo entre sus ademanes de oro,

como un icono en su santuario,

rodeado de todos sus compañeros que lo amaban,

y entre quienes él repartía sus sonrisas como monedas.


Después transcurrió un lustro durante el cual no lo volví a ver más,

pero en mi memoria seguía conservando sus quince años

y sus pantalones ajustados cuando me daba la mano para despedirnos,

su mano de corazón bajo los ceibos y los almendros del parque.

Mas luego lo volví a ver,

perdida la infantil vanidad,

haciendo su carrera de hombre,

elemental como un potro desbocado.


Poco después, en un camino,

una alambrada de cuchillos detuvo su carrera

por una mujer.

El pavor del puñal entrando veloz en su pecho como el rayo de Jehová en el becerro de oro

que había profanado la virginidad de una hija de Israel.


Amigos:

La noche y yo medimos nuestras varas de espanto.

Dios es una estridente carcajada seguida de un profundo silencio.