EL CAMINO DE LA OFENSA

El pálido y débil niño salido de la flor que crecía en la boca del monte,

envuelto por la niebla, por la noche, y por todo humo borroso y engañador,

andando junto a su padre –labrado por el viento en la cera de los días–,

penetrando la bruma y la distancia con sus ojos soñadores, escudriñadores de ríos,

se dirigía hacia un remoto país de casas grandes como cielos, de siete pisos enlosados,

por entre las piedras de su región y los árboles caídos, derribados por el rayo en la montaña.

En su corazón anidaban los amigos de su infancia, y su cabeza estaba rodeada por las nubes,

Las nubes de águila que bajan por la cordillera a brillar en el solemne río recién descubierto,

la selva que cada seis meses se traga este niño en un amanecer de evaporados metales.

Sus pies dejan rastro en los guijarros, pero su corazón canta como el eco de las flechas

en las calcinadas tierras, donde un sol salvaje grita a medio día como un volcán derramado.

Mientras los trenes corren por la orilla de los ríos él compone versos en honor del paisaje, y de sí mismo.

Vosotros habéis visto las palmeras, y las garzas, y las piedras negras. Y el monte.

Pero él sí que sabía hacia dónde van las palmeras, y conocía debajo de las alas de las aves, y todos los secretos de la montaña,

y las luces de la ciudad no eran para él más numerosas que las estrellas.

Mujeres negras aparecían que lo arrebataban de noche hacia los bohíos para desnudarlo,

y hombres peludos que lo devoraban a la orilla del río, enmascarados con sus risas.

Bailarinas rubias se burlaban de él haciéndole rueda con sus piernas trenzadas,

y una pandilla de muchachos lo chuzaba con sus navajas hasta hacerlo despertar entre la fiebre.

Entonces corría por entre ríos y mares, una gran agua que lo purificaba hasta dejarlo flaco,

tendido en una remota playa en donde él podría abrazar un caracol de oro llamado "No me dejes"

y hablarle sin peligro.

Pero "el ángel de muchos ojos" venía todas las tardes por su alma, para llevarla a "La Casa de la Ofensa", donde le daban de beber en extrañas copas,

y el humo remplazaba en su memoria la delicada niebla, que asperjaba la lana de los corderos,

en los olvidados lugares de su procedencia.


Pronto su amante le hizo seis disparos de pistola, guardando luego el arma entre su bolso y saliendo desdeñosamente,

mientras él miraba sus tobillos astillados y se desmayaba al escuchar la sirena de la ambulancia.