LOS POLIEDROS Y LAS SUSTANCIAS

“Una respuesta perfecta tiene siempre
el carácter de un enigma”

Henry Miller

Cuando yo estaba en la cárcel hacía gimnasia todo el día para mantenerme en forma y evitar el aniquilamiento.

Los presos se reían de mí todo el día y me llamaban Charles Atlas, para mantenerse en forma y evitar el aniquilamiento.

En el patio número siete había un joven de unos veinte años que estaba enamorado de un icosaedro de metal,

y se pasaba todo el día bruñéndolo, con la saliva, con la lengua, con los dedos, con el canto de su camisa,

y haciéndolo reflejar al sol contra los muros grises que le devolvían una lívida señal luminosa de cortesía.

Un mediodía en el patio quedé dormido de cara al sol,

y el joven vino y se entretuvo colocando en equilibrio su poliedro sobre la punta de mi nariz,

mientras con una tiza dibujaba en mi pecho extrañas señales que correspondían a las oscilaciones de su juguete,

y debían determinar todo el curso de mi vida en adelante, si lograba salir de la prisión, como lo esperaba, gracias a las gestiones de mi esposa.

Mucho antes de abrir los ojos ya me había dado cuenta de lo que estaba sucediendo,

pero era peligroso contradecir a este muchacho, que había matado a seis compañeros con una lezna.

Nadie se atrevía a relacionarse con él, debido a su irritabilidad y sus manías,

por lo que preferían mirarlo de lejos y preguntarse quién sería su próxima víctima.

No atreviéndome, pues, a espantarlo, me estuve tan quieto como una débil respiración me lo permitía,

hasta que comenzó a trazar signos sobre mí con su lezna, cuya punta me rozaba a veces con demasiada intensidad.

Entre tanto todos los presos se habían acomodado en el corredor circundante del segundo piso y miraban en silencio,

según me dijo él mismo acercándose un momento a mi oreja.

Pasó la punta de la lezna por el interior de mis oídos y de mi nariz, y la acercó a mis ojos,

como un enamorado que juega en la arena con una ramita mientras aparece su caracol preferido.

Después la llevó a mis labios, la colocó lentamente entre ellos, y deslizándola sobre la lengua me dijo: –¡Trágatela!

Mientras él esperaba alargué suavemente mi mano y tomando su derecha la contuve entre mis dedos con una ternura comprensiva y dispuesta.

Como a los cinco minutos todos aplaudieron frenéticamente en el corredor del segundo piso y gritaron.

Abrí los ojos y vi entonces que con un pañuelo y mi propio sudor me limpiaba las marcas del pecho.

Fue después mi mejor amigo en el penal, y cuando me dieron de alta me regaló su brillante poliedro de acero bruñido,

que destella en los poemas.


La pregunta es siempre igual, pero todas las respuestas son distintas.

La clave no está ni en la pregunta ni en las respuestas, sino en nosotros mismos.