Teniendo que hacer un viaje, me dirijo a la estación para tomar el tren de la hora Greenwich.
Así pues, comienzo a andar por ilímites potreros, me extravío, y llevo ya dos días perdido en las montañas,
cuando alcanzo a divisar una especie de sendero que comienza al pie de un árbol y se inclina en el horizonte,
y me encamino hacia él con la esperanza de poder llegar a tiempo, si algún otro inconveniente no me lo impide,
pues lo que sucede es que ignoro por completo el camino de la estación.
A poco andar me encuentro metido en una callejuela tortuosa, de aproximadamente un metro cincuenta de ancho, y aún menos,
entre negras paredes de herrerías, cubiertas de hollín, de carbón,
pobladas de gente aviesa, sucia.
Qué mujeres habrá, desgreñadas, pálidas,
qué niños espesos, lentos,
que acechan en las puertas, desde lo oscuro,
y hombres sentados en montones de arena, que se desliza grano a grano sobre la calle ciega.
Yo, asustado, continúo rápidamente, procurando no hacer ruido para que no me perciban, para evitar el asalto,
hasta que subo por un barranco y allí está la estación,
solitaria en la noche, nadie aparece, no hay trenes.
Recorro las salas cuidadosamente, una mata me asusta con sus hojas anchas.
Voy a dar la vuelta cuando ¡zas!, el hombre,
me lo encuentro a boca de jarro, detrás de una columna,
me está esperando para matarme, tiene el cuchillo en la mano, me coge por la cabeza.
En el expendio de boletos no hay nadie.
El asesino, tranquilo, me mira.