LA TORRE DE LOS BUSCADORES DE LUNAS

Contaré aquí uno de los muchos infortunios que le sucedieron a mi amigo el rey de Dinamarca, en el año de 1814:

Él era joven y apuesto y habitaba en su palacio de cristal dorado, rodeado del afecto de su pueblo, mas, perseguido por la desgracia.

Yo lo sé bien porque la amistad del rey me honraba concediéndome una habitación contigua a la suya, comunicada con ésta por una puerta que ninguno de los dos se atrevía a cerrar,

de modo que, como no había más salidas, yo estaba obligado a pasar siempre por su cámara, con lo que, frecuentemente, tenía el placer de que me hablara y aún más:

la inmensa responsabilidad de conocer sus secretos y sus costumbres íntimas, por demás correctas y ponderadas.

Cierto tiempo llevaba yo disfrutando de la intimidad del rey, cuando éste contrajo matrimonio con una hermosa dama, cuyo nombre en mi ancianidad ya no recuerdo: podía ser Sonrisa.

No por ello el rey colocó velo alguno en la puerta que separaba nuestras estancias, de modo que su bella esposa aparecía frecuentemente ante mí, en su lecho muchas veces, y su amistad me era tan cara como la del rey.

Ella vestía siempre íntegramente con el color rojo de los reyes, y sus muchas prendas, así las de pesado viso como las más delicadas, de perfume y encaje, me eran bien conocidas y puedo recordarlas una a una.

A los siete días de casados el rey le dijo: –Aún no has sido para mí esposa desnuda. Quiero que vengas a mi lecho, paloma roja, rosa viva, tibio canto, dulce pluma, reina mía.

Yo en mi habitación procuraba estar muerto y no me atrevía siquiera a respirar, pues tenía la obligación de dar mi vida por el pudor de la reina, por la amistad del rey que tan pesadamente me honraba.

Y he aquí que la reina miró hacia mí y comenzó a calzarse su precioso zapato rojo, coronado de rubíes, donde se reflejaba su blanco pie como un ángel sorprendido in fraganti.

Yo me permitía pensar para mis adentros: pero si el rey la quiere desnuda, ¿por qué calzará su zapato rojo? Si el rey le ha pedido que comparezca desnuda, ¿por qué insistirá en calzarse su precioso zapato rojo, cuyo tacón de coral podría herir el corazón del rey?

Entre tanto el rey apareció frente a nosotros para reclamar la presencia de su esposa, que tardaba. Traía un velo dorado en la mano, ante sí, y tomó asiento al borde de mi lecho.

Yo lo saludé con una inclinación de cabeza y una sonrisa tímida, tal vez un poco equívoca, –vive Dios que a estas alturas de mis años no lo sé–, por lo que el rey se mostró sorprendido y dejó brillar en sus ojos un instante de reproche.

Luego, como ella, con las más tiernas palabras disculpase su demora, el rey tornó a esperarla y, cuando su torso desnudo cruzó la puerta, los ojos embusteros de la reina, indagando rápidamente, encontraron la salida secreta.

La orden de buscarla se dio inmediatamente por todas las alarmas situadas en las almenas, y el rey mismo encabezaba el tropel de los buscadores que escudriñaban todo el palacio.

Yo, tomando el ala izquierda, penetré en el laberinto destinado a los osos de mar, que estaba compuesto por recintos cúbicos construidos uno entre otro a la manera de las cajas chinas de prestidigitación.

Allí estuve cinco años hasta que el terremoto de 1819 destruyó el laberinto, siéndome dado, por fin, salir del corazón de las cosas a su superficie.

Después supe que, perdida la esposa y el amigo, el rey, creyendo que había sido traicionado por ambos, enloqueció y fue a arrojarse al mar, desde la alta torre de los buscadores de lunas.


Desde entonces mi larga barba blanca ha crecido, crecido…