EL ESPERADOR

Estaba yo en un alto monte y vi un hombre
gigante y otro raquítico. Y oí así como una voz de
trueno. Me acerqué para escuchar y me habló
diciendo: Yo soy tú y tú eres yo; donde quiera
que estés, allí estoy yo. En todas las cosas estoy
desparramado y de cualquier sitio puedes
recogerme, y recogiéndome a mí te recoges a ti mismo.

Evangelio Gnóstico de Eva.

Hasta los trece años vivió en lo alto de una montaña donde despuntaba el sol.

El sol que ardía en las nubes y le revelaba los preceptos del día.

Abatía las tenues brumas con sus gritos, y vivía enamorado del agua cuando descendía furiosa del cielo, arrancando gajos de árboles con sus brazos de viento.

Y también de la humilde agua que corría encantada por bosquecillos de hojas y le lavaba los pies.

Porque en aquel alto monte hizo su primera comunión con todas las cosas,

por donde vinieron a ser iguales el árido escorpión que inca su aguijón en la rosa,

y el albo copo de nieve que sepulta al escorpión aprisionándolo entre sus cautas tenazas de frío.

Cuando el soplo de la montaña ha penetrado el corazón del hombre ya no puede éste ser sino como un árbol.

Sus enemigos son el rayo y la tormenta, mas entretanto, todos los seres del bosque se guarecen en él.

Y él espera y todos esperan en él.


Y al decimocuarto año, albergando en su corazón todas las cosas, inclusive un puñal de brillante hoja,

se dirigió a un monasterio de los Andes y allí estuvo seis años esperando que transcurriera su adolescencia, como antes había esperado que transcurriera su niñez.

En este lugar un torrentoso y ululante viento que venía del río inundaba el claustro, golpeando las puertas.

Entonces el Esperador se recogía contra un muro y aguardaba un poco de calor de pecho,

pero la lluvia no tenía sino sólo ojos como charcos, que lo miraban con sus pupilas grandes, como si lo quisieran delatar.

Y el Esperador huía y se encerraba en inmensas salas oscuras de muchas ventanas donde arreciaba la soledad.

Y estuvo un tiempo a la orilla del gran río, sentado sobre las grises cenizas de palma, como antes había esperado el transcurso de sus más tiernas edades.

Sobre las lomas se sentaba a esperar la tarde que venía navegando por el río con sus remos de viento y su bandera de sombras desplegada.

Meditando entre las piedras negras permanecía cuando el gran pez dorado atravesaba la noche tragando migajas de estrellas.

Después marchaba a su choza de palma, y no apagaba su lámpara mientras dormía, porque ella era como una esperanza de la mañana.


Y al vigésimo año subió hasta la ciudad de las luces y estuvo allí tres años esperando que transcurriera su amor.

Y luego subió a la ciudad de las águilas y estuvo trece años haciendo penitencia bajo la lluvia.

Y bajó de la cordillera con su manto de lana blanca y estuvo tres años andando por el país y esperando que transcurriera su alma.

En las tierras bajas, húmedas y cálidas habitó, y todos los días se internaba en el bosque, a través de la mañana de hierbas húmedas, y se lavaba la cara con el río.

Hasta que llegó a una extraña y maravillosa ciudad cuyas calles podían ser recorridas día y noche sin cansarse.

Y en ella estuvo muchos años esperando que transcurriera la esperanza.

No había para él nada que le fuera extraño y, a veces, esperando inmóvil sobre el agua, se dejaba arrastrar por la corriente sin darse cuenta, hasta muchos kilómetros más allá de la ciudad.

Acuclillado junto a uno de los puentes del río, esperando que transcurriera la noche, le pareció presentir como una sombra activa que se preparaba detrás suyo.

–Alguien va a arrojarse al río, pensó.


En ese momento recibió el garrotazo en la nuca.