APOGEO DEL SUCESOR

Con el rey Arnoldo habitábamos, en la misma ala del palacio, Leonor su reina, Herlindo su amante, y Mirleno –este servidor de la belleza de la reina–.

Herlindo era un joven trigueño, tres veces vencedor en el decatlón. Sonreía cada vez que le llamaba el rey.

El rey Arnoldo era de alta estatura, rubio, de modales delicados pero de corazón feroz. No dejaba nunca sus armas, y vigilaba su reino, su persona y su amor con la misma bala.

De la reina, prisionera en su vasto palacio de malaquita, no hay mucho qué decir. Todos son hechos de armas, conquistas, expediciones, asuntos de oro e intrigas. Los trabajos de los hombres que tan duramente han formado el reino.

En sus habitaciones de cristal la reina lleva una vida transparente, y el rey exige su castidad para que pueda ser reverenciada y admirada por sus hombres de guerra. En la Plaza de Armas los soldados gritan antes de partir: ¡Viva la reina!

Herlindo cabalga al lado del rey; es el portador de sus insignias, y la guardia le acoge con honor. La reina le tiene su sonrisa preparada, un poco triste, pero quizá en el fondo sabe apreciar la agilidad de su cuerpo, su piel brillante, y el natural gracioso de su juventud.

Durante cierto tiempo la vida del palacio transcurre en la rutina: las ejecuciones en el patio del sur, el recibo de cajas selladas en el sótano, el acarreo de provisiones y los deberes oficiales reducidos al mínimo por el carácter nada ostentoso del rey.

Pero una mañana, a las siete, habiéndonos hecho llamar a su presencia en el jardín, el rey, que desconfiaba de las relaciones prolongadas, condenó a muerte a su reina y a su amigo, que no pronunciaron palabra alguna.

Sólo yo me atreví a decir, acercándome al rey: –Arnoldo, nada he hecho contra ti, y me disgustaría mucho que me mandaras matar. Ruego a tu mano que haga por sí misma las podas en este jardín.

El rey rozó su muslo contra el mío y me contestó indignado: –Dígame “Señor”, que es el trato que se da a los reyes. De ahora en adelante me llamará siempre Señor. No lo olvide usted.

Mientras disfruto de la cálida intimidad del rey me propongo escribir en los Anales algunos cantos en memoria de la reina y del joven Herlindo, cuyas estatuas de mármol están situadas a lado y lado de la puerta de las caballerías, frente al hermoso bosque de eucaliptos lleno de pájaros y fuentes, que es la entrada principal del palacio.