Los tiernos muertos vienen a beber en mi vaso,
y silenciosamente rondan en mi aposento,
alargando sus tímidas trompas hacia los panes
que apenas sí se atreven a rozar con los dedos.
Penetran por el hueco de la llave uno a uno,
evitando en la sombra tropezar con las lámparas,
y van mañosamente a ponerse a la mesa
donde les he dejado: leche, pan y una carta.
El pan se desharina en sus dedos temblones
y la flecuda lengua lame el fondo del vaso,
con presurosa angustia disputando las sobras
que el frío soplo del viento sobre el mantel esparce.
Entrada la mañana, al volver a la estancia,
corriendo las cortinas para abrir las ventanas,
cuando la sombra vuela hacia el día como un pájaro,
sobre la mesa encuentro intocada la carta.