ACTA DE LOS TESTIGOS

Yo, Nicanor, declaro que él era bello e inocente.

Yo, Diofanor, declaro que él era bello e inocente.

Yo, Agenor, declaro que él era bello e inocente.


Trescientos días atravesó en su bicicleta hasta que llegaron las grandes fiestas de la ciudad,

y bailó con su vestido de Pierrot delante de los invitados, quienes se mordían la lengua y lo aplaudían con sus manos pálidas.

Yo me subía a un árbol de la avenida para verlo pasar,

y después me iba galopando por las calles, desbocado de admiración.


Yo, Diofanor, convulsionado por el verano que desleía mi sexo,

circulando por mis venas semen a cuarenta grados en las calles de la ciudad,

encerrado en la brillantez del verano como una araña en un laberinto de cristal,

andando de torre en torre perseguía su sombra

como un pez persiguiendo el agua de los arroyuelos que huyen por el desierto,

como el pájaro que persigue la aurora que le da la vuelta a la tierra,

como el cristal de Murano que persigue la lluvia que anda por los montes para cogerle una gota.

Lo esperé en el cruce elevado, lo perdí en los ascensores y lo volví a encontrar en la plaza del obelisco;

fue interceptado sucesivamente por una columna de soldados, por un tren ambulante y por un eclipse de girasoles;

y en un momento de ofuscación fue interrogado por las bailarinas de ballet, por el cable de tensión del arco iris y por el árbol del pan.

Ya para entonces yo mordía el calcinado limo de las calles

como una tenaza, como una serpiente, como un fuetazo en el polvo,

como el camello que viene todos los días a comer el vello que crece en mis piernas.


Yo, Agenor, esperaba silenciosamente a la sombra de los bastiones,

en las empenumbradas esquinas de la calle de las palmeras rosadas,

con las manos en ángulo tocándome la punta de la nariz.

Transcurrido un año me puse en camino hacia la cueva de los letreros

para consultar en las antiguas inscripciones el misterio que bullía en el fondo de su corazón.

Una esfinge de diorita miraba impasible las manos pintadas con polvo de oligisto.

Así pues, volví y estuve otro año grabando una estela triunfal con las varias manifestaciones del espíritu de la ciudad,

y luego me fui a dar una vuelta en mi astronave de recreo para recuperar los dos años anteriores y regresar al punto de partida,

porque tenía varias cosas qué hacer con respecto a las preocupaciones de mi amor.

Y así está escrito en el palimpsesto de Sodoma: “Se acordó de sus amigos y honró su memoria por cuanto el fuego (había) consumido su corazón”.


Yo, Jaime, escucho a los testigos y callo.

Todo esto me parece muy confuso y sospechoso. Probablemente se trata de ocultar algo.

¿Qué sucedió mientras tanto, mientras todos esperábamos qué transformaciones se operaron, que los testigos soslayan tan delicada como cruelmente?

Acaso el joven, habiendo descubierto los toneles en que sus mayores guardaban la cerveza,

fue a parar, embriagado, a la orilla del río, donde la noche lo marcó con sus estrellas candentes,

después de lo cual, habiendo sido conducido por sus amigos a desconocidos lugares,

fue sucesivamente introducido en las cámaras secretas de los violadores,

quienes…


¿Acaso el cadáver encontrado en el lago era el suyo?

“Tenía las manos atadas”, dice el acta, pero los testigos se niegan a reconocerlo.