Una de las primeras cosas que se proponen averiguar quienes asisten a un taller de poesía, es ésa: si son poetas. Lo saben intuitivamente, pero desean confirmarlo.
En el taller, el buen poeta se reconoce por sus malos versos. Porque esos malos versos iniciales, si carecen de profundidad y sabiduría, rebosan en cambio de superficialidad. Al mirar la belleza exterior del mundo con atención, asombro y goce, anuncia cuál será la maravilla de su visión cuando las cosas se le revelen en su más esencial significado.
El artista no se siente diferente. La sociedad lo diferencia. En cierto momento, hacia la adolescencia, le da un codazo y le dice: –Usted no es de los nuestros. Y él se queda con ese codazo doliéndole en las costillas.
Ser poeta es, pues, tener un dolor permanente en el costado. Cristo lo ha tenido. Príncipe aporreado de los poetas. Y San Francisco, el hermano menor. No está equivocado J. G. Cobo Borda cuando titula uno de sus libros “Todos los poetas son santos”. La santidad es un estado de la conciencia por el cual el poeta hace el milagro del verso. Eso no tiene nada qué ver con la conducta social. Las decisiones de la inteligencia no tienen por qué conformarse a lo que existe en el mundo.
El poeta es un ser dual. Lo extraído de opuestas fuentes es lo que da a la poesía ese sabor particular no definido que la hace a la vez tan clara y misteriosa como el agua y le confiere el poder de embriagar.
Elegir la poesía es decidirse contra el sentido común. No resulta práctico. Pero tiene la particularidad de que se vence después de muerto, como el Cid.