EFECTOS DE LA POESÍA EN EL TRATAMIENTO DE LOS ESTADOS DEPRESIVOS Y EN LA ADICCIÓN A NARCÓTICOS Y ALUCINÓGENOS

Se nos previene enfáticamente en contra de supersticiones y supercherías, en esta sociedad tan llena de supercherías: superestructuras, superfortalezas, superproducciones y supermercados. El otro día entré a una superchería a comprar algo, y me encontré con Supermán. Se estaba comiendo un supersandwich con una coca-cola litro. A su lado estaba Supermancito, devorando un superperrito. Un supervisor pasó por allí, acompañado por un supernumerario. Esa desmesurada ambición lexicográfica, en la que no hay superlativo suficientemente grande, contrasta enormemente con las miniviviendas que se fabrican para toda esa gente, a la cual se le promete la gran vida en cuartos de 2 x 2, que pagarán por cuotas eternamente, congestionados de cosas pequeñas con nombres ampulosos, pues en el gran supermercado sólo venden minicosas para seres disminuidos por la supercivilización. Al consultorio de un psicoanalista llega un paciente superparanoico. Coge el vaso de agua y lo mastica en un dos por tres; el médico saca un billete de veinte, se lo da, y le pide que vuelva al día siguiente, a la misma hora. Se ha dicho que antes de Freud ellos no sabían que eran paranoicos, pero ahora lo saben y eso los hace más tristes.

Jacques Prevert, cuando estaba desesperado, dijo: “He pensado en poner fin a mis días, pero no sé por cuál de ellos empezar”.

Es común la idea de que el artista, y especialmente el poeta, padece algún desarreglo más o menos grave, y se le anima piadosamente con el ejemplo de la ostra, que tiene su perla como el poeta su parapatía, aunque no todas las ostras desarrollan perlas, pero los que hacen comparaciones ejemplares no se paran en pelillos.

Robert Graves, afectado por la neurosis de la Gran Guerra, dejó respecto de eso una respuesta contundente: “Pensé –escribe– que a lo mejor le debía a Nancy el ir a un psiquiatra para que me curara, mas sin embargo no estaba seguro. Presentía que el poder de escribir poesía, que era para mí mucho más importante que todo lo demás, desaparecería si me dejaba curar. Mi hechizo se terminaría, y yo me convertiría en un escritor fácil y aburrido. Era menos importante estar bien que ser un buen poeta”.

El señor Mauricio Wacquez, en un prólogo a Cocteau, quien se sometió a una cura de desintoxicación, formula así sus apreciaciones: “Siempre me ha parecido desaconsejable el psicoanálisis para los poetas. Es una de las formas más banales del despilfarro. Porque la obra del artista es una psicosíntesis y no un psicoanálisis”.

Antonin Artaud, sometido a los psiquiatras de su tiempo, recibió toda clase de tratamientos rigurosos, y luego le encimaron una lobotomía. El gran poeta Ezra Pound fue encerrado por los norteamericanos dentro de una pequeña jaula de alambre de púas, no por poco tiempo sino por seis meses, y claro está que no deseo proseguir una lista tan deprimente y ofensiva.

Dentro de nuestras modestas proporciones, aquí cogimos para inaugurar el primer manicomio, y lo tuvimos encerrado en un calabozo por el resto de sus días, que fueron treinta años, a un poeta que hablaba con los árboles y las fuentes, como cualquier Francisco de Asís, y las gentes creían que hablaba solo si lo encontraban diciendo, por ejemplo, frente al bosque nativo: “Las hojas de mi selva / son amarillas / y verdes y rosadas / ¡qué hojas tan lindas!”

Por supuesto, la historia registra también a los locos más locos, que echaban al mar a los locos.

Juzgar acerca de la locura no resulta fácil, y por eso el tema se presta a una larga serie de chistes, así como a inquietantes y sabias reflexiones.

En las creencias de antiguos pueblos civilizados sabemos que la locura se consideraba sagrada, y don Carlos Lohlé, en su hermoso libro “Presencias y experiencias”, nos dice que “hay santos y locos que tienen antenas que nosotros no podemos sintonizar”.

“Si hay gente que vuela –dice Ionesco en El paseante del aire– no pueden ser más que los locos, los que hayan perdido del todo la cabeza, los incurables, los irrecuperables”. San Francisco, quien predicaba la nueva locura sobre la tierra, dijo que “la locura es la sal que impide que se pudra la sensatez”. Le dijo también al hermano León: “Más vale que nos tomen por locos y no por santos”.

“El filósofo cree en la razón y el poeta en la locura”, escribió León Felipe, y en un exaltado texto de Lovecraft se encuentra esta poética exhortación: “Que los dioses se compadezcan del hombre que, en la sequedad de su corazón, sigue cuerdo hasta el fin. Venga y enloquezca, mientras Él lo llama todavía con piedad”.

En un orden de pensamiento más reposado, Margarita Yourcenar advierte cómo, “casi siempre, es necesario un toque de locura para edificar un destino”. Marcel Proust, como si viviera en nuestro tiempo, afirma que “todos necesitamos alimentar en nosotros alguna vena de loco para que la realidad se nos haga soportable”.

“Ser loco no es fácil”, aclara Robert Graves con su acostumbrada puntería. –“Ni curarlos tampoco”, dirán ustedes desde la suave penumbra de sus estudios, en donde todo está tan meticulosamente calculado. La principal dificultad del psicoanalista consiste en que cada caso representa un combate distinto para el cual tiene que crear particulares y sofisticadas estrategias. El paciente, naturalmente, hace lo mismo, a fin de defender su parapatía, la cual tal vez lo proteja de algo peor, y al final ambos están tan cansados que más que una cura se produce una capitulación. Conducir al paciente a esa capitulación, creo que en eso consiste el arte del psicoanalista.

La gente, no obstante, está siempre presta a enloquecer, sea por amor o por falta de amor. La locura común, que deambula por las calles, se debe principalmente a la falta de amor. Resulta, por lo tanto, muy difícil de curar.

Devolver a una persona a la autoestima es un paciente apostolado que hace que los psicoanalistas sean de la mayor utilidad social. Se les puede comparar con sacerdotes, y considerarlos en conjunto como una sociedad de samaritanos, no sólo en posesión de una ciencia, sino también de la buena voluntad que tan escasa anda en estos tiempos.

Un joven amigo mío tenía un amigo, el cual era también un joven, hijo de un médico. El muchacho había enloquecido de tal modo que, no habiendo otra cosa qué hacer con él, lo habían encerrado en un sótano, con los cuidados de seguridad aconsejables, pero él se negaba a recibir alimento. Hasta que el padre tuvo la buena idea de llamar al amigo del muchacho y probar con él, y así se consiguió que el enfermo volviera a comer. A nadie más aceptaba, sino a ese amigo de colegio, ante el cual se volvía dócil y confiado y hablaba con él sin ningún signo de perturbación.

Ángela Hickie estaba loca cuando Gonzalo Arango la conoció en la isla de Providencia. La llevó a la selva, más allá de Mitú, y la curó solamente con amor, sin un Mejoral. Ella había tenido antes unos años duros de vida hippie, viajando en autostop desde el sur del continente, y su fortaleza y su dignidad se habían quebrantado en los azares y asperezas de la errancia, en un continente que la desconocía. Esto se puede contar porque es la historia de un destino compartido, y es una bella historia.

Hay un poema de Peter Viereck en el que se expone con todo dramatismo la idea que venimos comentando. He aquí un fragmento ilustrativo:

...el Hospital del Estado de Mass.,
lleno de locos y dolientes. ¿Es por falta de un beso
que el Estado de Massachusetts necesita ese edificio?

Paralela con la anterior viene la idea de que la poesía puede tener efectos benéficos para algunos pacientes en el tratamiento de los estados depresivos, de la adicción a narcóticos y alucinógenos, de traumas psíquicos, de complejos y de enfermedades psicosomáticas de pronóstico dudoso, todo lo cual no tiene nada de extraño, pues equivale al ensalmo y al exorcismo que se practican con textos secretos, en latín macarrónico o en un metalenguaje, los cuales han pasado de la magia al folclor.

Me resistí siempre a la literatura y a la poesía como vicio u aberración, para venir a encontrar más tarde que su hábito es preferible a muchas costumbres nocivas, y no sólo eso, sino que termina por curar a las personas, y no es la de menos entre todas las cosas para las cuales resulta útil la poesía. No puedo dar ejemplos, porque los que conozco aún viven, y los nombres supuestos son propiedad de los libros de psicoanálisis y de las revistas pornográficas.

A las personas a las que nos gusta hacer el ridículo en público, es evidente que la poesía nos sirve de maravilla para un recital. Tengo la lista de todas las cosas para las cuales es útil la poesía, pero no alargaré este capítulo con esa lista. La poesía sirve casi para todo. Baste con eso. Los que afirman que no sirve para nada es porque a ellos no les ha servido, o no han sabido utilizarla. Es un honor para la poesía que un médico, un ingeniero, un sacerdote, aspiren al título de poetas. Razón no les falta. La poesía también cura, construye y salva. Es como poetas y escritores que hoy conocemos nombres que sin ella se hubieran perdido en el ejercicio de una profesión más noble cuanto más anónima.

Leí por primera vez las obras de Freud en 1947, cuando tenía quince años y usted no había nacido. El prefecto del colegio me impuso un castigo por mal uso de la biblioteca y me encimó un tremendo regaño, del cual recuerdo que yo no estaba preparado para comprender. A fin de que la cosa no pasara a mayores le cumplí el castigo, que consistía en dejarme todo un trimestre sin salida, y empleé aquel tiempo en acomodarle al padre prefecto todos los complejos que Freud me había enseñado que acompañan a algunas personas. No podía yo entender con qué derecho me reprendía, si él, quince días antes, había encerrado a un alumno en su despacho y le había arrancado, de un manotazo, todos los botones de su bragueta. Así se lo dije a Freud, y Freud sonrió por debajo de su bigote.

Todos los que hemos sido víctimas del sistema educativo, es decir, el país entero, deberíamos estar en manos de los psicoanalistas ya que no hubo maestros oportunos para formar ciudadanos responsables y respetables, hombres que pudieran, cada uno, representar a su país, sino que después de tantos esfuerzos y expectativas vemos a la nación anarquizada y lumpenizada.

Vivimos de mitos falsos, que fabricamos para ocultar nuestras realidades. Nos engañamos a nosotros mismos. Hemos sido siempre así.