El arte es amoral por definición, pero hay un arte moral de exaltación, destinado a educar; así como hay otro arte inmoral, o contra-moral, y estos conceptos son relativos dentro de la ética y la estética. Por lo general, la obra es reflejo del artista, quien a lo largo de su vida puede sufrir cambios contrapuestos. El artista a su vez refleja su época, y el lector mira todo desde la suya, de modo que el concepto de dignidad a que nos referiremos aquí no tiene nada qué ver con la moral. Son términos distintos.
Hay también códigos religiosos y políticos para regir y salvaguardar las sociedades, y algunos artistas se sitúan dentro de ellos, pero otros no, y éstos últimos consideran que las normas impuestas afectan todo lo que se tiene por dignidad del ser humano: su inteligencia, su razón, su voluntad y su libertad individual, para expresarlo sucintamente. Todos los problemas que apuntan a la conducta se entremezclan para que la gente se enrede y no pueda dar paso, pues la parálisis social conviene siempre a alguien. Por eso algunos artistas deciden rupturas en busca de independencia para su creación, de la cual se espera que abrirá caminos para otros.
De modo que la dignidad de que se trata en este capítulo no es de tipo social sino individual, y se impone desde el individuo hacia la comunidad. Es, por tanto, una dignidad de orden espiritual, no convencional.
Lo que se juzga en el artista es su obra, y ésta en relación con lo humano. Así que todo tiene cabida en el arte, y cuando hay censuras no se aplican a la obra en sí, sino que la censura es para el pueblo, para que no esté al alcance de todos lo que se reservan unos pocos, porque para esos pocos es que fue hecho el mundo, y los demás son espectadores, algo incómodos.
Existen tres criterios, que se aplican a casos distintos: el primero, en la parte subdesarrollada del mundo, niega todo concepto de dignidad. ¿Cuál dignidad?, se pregunta, y concluye que no existe nada que responda a esa idea elitista y excluyente del pasado. El segundo propone que el artista es responsable ante la comunidad, puesto que pretende influir en ella, y que su persona y su obra deben ser consecuentes con el propósito de una sociedad ordenada y en paz. Según el tercero, el artista se expresa a sí mismo sin ninguna otra consideración, gústele al que le gustare y pase lo que pase, porque él está en su negocio. Se trata del individualismo egoísta, elevado a norma general. De los últimos dos criterios han quedado obras notables. Del primero, todavía no.
La palabra dignidad hace reír a los que no la tienen y se niegan a considerarla aun como posibilidad. Sin embargo todos los pueblos la sustentan en el entendimiento de un origen divino. Dignidad es tener conciencia del propio valor como ser civilizado y culto, y que esa condición sea respetable y respetada. Si se repasa la obra de Gonzalo Arango se verá que insistió mucho en esa idea de dignidad humana –hombre libre entre hombres libres– que él veía amenazada.
Los poetas mismos (como el emperador del Japón) abdicaron de su divinidad. Pero la divinidad es irrenunciable. El que abdica se convierte en el único despojado, ya que la categoría divina sigue presente en todos los demás. Sólo el que renuncia a la investidura divina se convierte en cerdo. Pero no se asusten: el cerdo también es divino (con salsa dulce).
El poeta y el sacerdote son los llamados a luchar por la dignidad humana, que otros hombres pisotean, porque el poema y la oración tienen el mismo origen: ambos son plegaria.
En la contradicción de las ideas políticas el concepto de dignidad aparece confuso y calculado para confundir. Si el poeta se deja confundir, portará como los demás una antorcha apagada. De muchas cosas está hecha la dignidad, y una de ellas es de Verdad. Pero no sabemos qué es la Verdad, porque cuando al fin la encontramos resulta que está desnuda, y por estar desnuda no podemos mirarla.
Sólo el que defienda la dignidad de ser poeta podrá escribir buenos versos. Mirar el mundo desde lo alto para poder tener una visión de conjunto. “No basta con saber escribir buenos poemas –advierte Evtushenko–; es necesario también ser capaz de defenderlos”.
Se dice por estas latitudes que todos los hombres son iguales en la indignidad, que no existe ni ha existido nunca en el ser humano algo que pueda nombrarse con el término dignidad, y que esa palabra no es más que una herencia burguesa, de procedencia aristocrática, falsa y carente de significación. Me temo que ese es el argumento de aquellos que intentan rebajar al hombre para convertirlo en carne de cañón, siervo y esclavo por igual.
El que en su condición de hombre empieza por despreciarse, no se merece, y mucho menos podrá enseñar a otros superación y espiritualidad. Porque aquél que no se cree digno de sí envilece a toda la humanidad.
Durante mucho tiempo el poeta se ha escondido, aunque sea detrás de un seudónimo, o con una careta de funcionario. Cada profesional pone en la puerta su letrero, pero el poeta no sabe qué poner, ni qué decir. Que los poetas no sean modestos, ni tímidos, ni fáciles, ni sencillos.
Hay, pues, un concepto que llamamos dignidad, el cual nos impulsa a la superación. Sin él nos hundimos en la indignidad. El concepto de dignidad del ser humano se ha borrado por completo en Colombia para esta época. Si algo hay qué rescatar, eso sería lo fundamental. Es el poeta, como visionario, el llamado a ese empeño, si es que ser poeta tiene algún sentido y puede alcanzar algún mérito.