Toda lectura que hacemos, así sea superficial, es lectura crítica en alguna medida. Hacer lo mismo sobre un texto propio parece obvio y fácil, pero no lo es. La mirada sobre los propios textos peca siempre de narcisismo. Por más exigentes que seamos sobre la obra ajena, juzgamos siempre la propia con indulgencia, y no logramos tomar con ella la distancia necesaria para verla como cosa extraña. Sin embargo, hasta que no podamos aplicar a la propia obra todo el rigor que ponemos en la de los demás, no alcanzaremos un grado suficiente de autocrítica como para poder confiar en el propio juicio.
Los poetas suelen estar dotados de lo que se llama “espíritu critico”, mas éste sólo se forma en el conocimiento de la literatura: las obras y su crítica.
Crítica es análisis y evaluación, y por lo tanto no debiera asustar a nadie, pero el arte inseguro teme a la crítica porque revela sus fallas.
Publicar un texto es someterlo a la crítica implacable del lector, arbitraria e irresponsable. De la intimidad de un lector los autores salen desplumados, o convertidos en ídolos. Si no se teme a la crítica de ese lector apasionado, ¿por qué se teme tanto a la crítica del crítico? ¿Porque se le da publicidad? La del lector también se publica entre sus conocidos, y eso es lo que hace que los libros se vendan o se desprecien. El lector puede ser un pequeño grupo de taller. Frente a él, el autor está entre sus lectores. Por consiguiente, debería interesarse en su opinión, tanto más cuanto que en ese caso se da múltiple, con sinceridad y con generosa buena fe.
Todo texto se publica con intención de incorporarlo a la literatura. ¿Sobrará en ella, o conseguirá el lugar que el autor se propone? Algunos dicen que ese interrogante se debe dejar al tiempo. Pero en realidad tal cuestión le concierne sólo al autor. Quienes depositan toda su confianza en el tiempo es porque no tienen ninguna en sí mismos, porque actúan con total inconsciencia e ignorancia, y esos son, naturalmente, los primeros en ser devorados por ese tiempo al que confiaron su suerte. Vencer al tiempo: ése es el reto del gran escritor. Y todo el que empieza quiere ser grande. Nadie empieza pequeño. Un joven asistente al taller, cuyo nombre consigno porque después se oirá hablar de él, Javier Idárraga, resuelve un día presentar sus primeros poemas. Se levanta con decisión, se planta con firmeza frente al grupo, desdobla sus papeles, y dice: –“Voy a leer unos poemas. Son míos. Y son muy buenos. Al que no le gusten, me espera a la salida”.