El gran poeta del Nadaísmo fue, más que su propio fundador, ese otro personaje misterioso, que inicialmente se enmascaró bajo el seudónimo de X 504. Con tan extraño nombre firmó y publicó varios poemas nadaístas, audaces, renovadores, inquietantes. Detrás de estos versos desarticulados se adivinaba un hombre culto, sagaz, y un poeta que fluctuaba entre lo macabro y lo tierno, que, desgarrado interiormente, vivía patéticamente su nada. Después, un poco para desengaño de todos, resultó ser un hombre corriente, con nombre propio –Jaime Jaramillo Escobar–, buen trabajador, editor y tipógrafo para más señas, un poco más conformista –exteriormente–, de lo que sus poemas rebeldes harían suponer. “Fue una decepción”, dice Gonzalo Arango. Con todo, ya descubierto, seguirá siendo siempre un ser enigmático.
Su vida, empero, no interesa. Interesa, y mucho, su obra poética, creada con un estilo inconfundible, fuera de serie inclusive dentro del Nadaísmo, que, con una precisión rara en la poesía y con una peculiar mezcla de humorismo oscuro y desolación lírica, revela una soledad infranqueable y dolorosa.
Hondo conceptualmente –sin ser racional–, siempre actual y sutil, sarcástico e imaginativo –una fantasía referida a lo real de manera muy viva–, Jaramillo Escobar habita su nada. Es quizá el más nadaísta de los nadaístas. En sus versos –excepcionalmente renglones tradicionales; casi siempre amplias prosas poemáticas– todo sistema se evapora. Mundo y juego humano pierden sentido. Poesía terriblemente auténtica –original no sólo en sus temas sino en la manera de tratarlos–, en cuyo acento resuena un sombrío Baudelaire contemporáneo. ¿Un Blake? ¿Un Claudel ateo? ¿Un Blois actual? Su poesía denota un pensador hondo, desgarrado como los más altos líricos, sensual y amargo, patético siempre, con algo kafkiano. Este insondable X 504 resulta imprevisible, insobornable. Al asomarnos a sus versos nos hallamos ante un abismo. Su aventura sigue abierta, inédita. Parece buscar, con amargura contenida y mucha dulzura íntima, una serenidad que constantemente se le niega. A veces cambia su tono duro, se torna plácido, melancólico, triste o abatido sin dolor; también sin esperanza. Otras veces, el poema parece desenvolverse en dos niveles, uno de pavura, otro mordaz sobre las cosas cotidianas. En esta lírica, impresionante, de la vida diaria, es difícil que se le supere. En ocasiones son poemas monologados, o con diálogo tácito, o extensivo a personajes –como Whitman–, o a obsesiones y deseos. En el fondo, una poesía escalofriante (como su Aviso a los moribundos), que revela la convicción de que está de más en el mundo: “La última alma –dice– era la mía, alma siempre sobrante y solitaria”. Son frecuentes estos rasgos de su autobiografía interior. Palabras elementales: su poesía emana de algo más recóndito. Cuántos poetas más conocidos –su lírica es todavía ignorada entre el público y la crítica– resultan superficiales al lado de este sincero desgarramiento, retenido, sin embargo. En formas mínimas expresa una honda poesía, como en el Apólogo del paraíso, con su sugestivo verso final, que puede vincularse a aquella confesión suya: “El secreto de mi estilo está en que escribo siempre desnudo”. Su obra, aunque muy reducida –¡Qué más da!– se nos antoja uno de los instantes culminantes de la lírica colombiana. Entre pocos, poquísimos –si se hiciera la más estricta selección– él tendría que figurar, con su tea oscura, incendiaria e iluminativa a un tiempo, pues su poesía, tan viva como llama viva, destruye, crea, agoniza, revive, fulmina, arde.
El autor de Aviso a los moribundos es, sin duda, uno de los mejores poetas colombianos de cualquier época. Lo extraño es que esta lírica impar no haya sido valorada, situada adecuadamente todavía. ¿Por qué Los poemas de la ofensa han permanecido en esta penumbra cercana al olvido?
Un tono completamente diferente es el de sus Coplas de la muerte, poema casi jocoso, bailarín y sangreligero, con algo de romance popular y de fábula española del medioevo.
Ya subrayamos la influencia de Federico Nietzsche sobre el Nadaísmo colombiano. Algunos rasgos del Zaratustra se hallan en Gonzalo Arango; otros, en este amargo y dionisíaco X 504. Su obsesión por la divinidad, sin llegar a un Dios concreto, le conduce a una innominada angustia. A veces a una actitud de rebeldía: “La policía lo metió a la cárcel pocas horas después, como a todo hombre que intenta ser feliz”, pues en este poeta, como en Gonzalo Arango, hay un contenido de insurgencia social.
Para terminar esta visión de la poesía de Jaime Jaramillo Escobar, nos remitimos a sus poemas; su reiterada lectura es, como siempre, mejor que cualquier comentario marginal.
NOTA. Los poemas incluidos por Andrés Holguín en el ensayo del cual estas páginas hacen parte, son: Aviso a los moribundos, Coplas de la muerte, Problemas de la estética contemporánea, La llaga incurable, Ruego a Nzamé, Apólogo del paraíso, Conversación con W. W., El esperador, Visita de la ballena, La búsqueda, El deseo.