Cercano ya de mi muerte y entregado a los recuerdos bajo la sombra de mi árbol preferido,
sobando los bordes de mis heridas con mi dedo enconado,
en un solemne momento de la memoria encuentro aquel, dichoso sí, también, mas profundamente conmovedor, hasta el martirio,
cuando, estando yo prisionero de Satanaíl, en una roca frente a los océanos del norte,
el hijo de la ballena venía todos los días a la ensenada,
su sonrisa brillando con las últimas luces de la tarde, las que atraviesan el aire como barcos de aluminio.
Durante largo rato pulsábamos la fuerza de nuestras manos, después de lo cual, con su sonrisa de despedida,
se alejaba chapoteando en la noche como un reflejo.
Ahora afloran los gusanos a mi boca, los siento subir por mi garganta y descansar en mi lengua,
y los escupo con desdeñoso gesto.
Pero en aquel tiempo, el joven hijo de la ballena ¡qué cuerpo tenía!
Piel como un pizarrón, espejeada, que mis dedos no lograban arañar,
¡Y cuánta fuerza acumulaba, que casi era capaz de derribarme!
Sus dientes blancos se alejan mar afuera mirándome, mientras se hace oscuro alrededor,
y la tinta de la noche se me entra por la boca y las orejas para ahogarme.
Esta cicatriz en el brazo derecho me la proporcionó jugando, hace más de mil años, para que siempre me acordara de él,
de las muchas tardes que vino a acompañarme en la bahía, durante mi cautiverio,
y del secreto que me confió acerca de la duración de los mares,
así como de los lugares donde se encuentran los tesoros que nunca tuve necesidad de buscar.
Cuando expire sepultadme con este brazo fuera de la tierra,
pues en él está grabado todo lo que necesitáis saber
cuando vengan los convulsivos siglos que preceden a la extinción y el silencio.