DIARIO DE LA FIEBRE

Durante los últimos meses de mi permanencia en la selva

yo mantenía un terrible sueño que me tiraba dormido en cualquier parte,

cabe las húmedas raíces o en el montículo de arena formado por la corriente siempre cambiante

del río donde se bañaban las serpientes que surcaban el agua como un rayo de cielo.

Flor, animal y cielo caían sobre mí sin que pudiera hacer nada para defenderme,

palpitando bajo sus tres bocas que me insuflaban la fiebre,

no acosado sino derrumbado, cualquier estrella podía pasar sobre mí

arañando mi piel con sus flechas de lechuza,

cualquier alimaña, toda la tierra.

Fue entonces cuando vino la piragua desde la alta región del Atrato,

por los afluentes que derrama la cordillera, de un agua tan limpia y tan sonora como vosotros no habéis visto nunca,

en la que mojé mis manos hasta que quedaron blancas como peces.

Lejos de los bohíos, siguiendo la trocha, nos sentábamos a veces en troncos que resultaban ser serpientes,

a las que cortábamos con nuestros machetes, cuya hoja lavábamos después en el río,

donde se estaban bañando los hijos de los indios, que habían huido con nuestra llegada.

Tobo, la grande hoja, que crece bajo la copa del yarumo,

andaba sobre nuestras cabezas para protegernos del agua y del sol,

y para recibirnos a reposar cuando nos asediaban los cansancios,

y a dormir aquellas interminables jornadas de sueño

en que la eternidad zumbaba en nuestros oídos como el pájaro zumbador,

y las hormigas se cebaban en las plantas de los pies, sin que fuéramos capaces de retirarlas,

pues la fiebre nos clavaba a la tierra como estacas podridas,

en cuyas concavidades se fermentaban los detritus de la selva.

Oh miserable ser en el indomeñable páramo aterido,

y en las bajas tierras cocido al fuego del sol como cáscaras de níspero

para aromar el amargo brebaje de la quinina.

Vuelvo a ver las rutilantes guijas que parpadeaban bajo el agua,

y que los ojos heridos no podían soportar, dirigiéndose entonces a la espesura,

donde se incubaba la sombra como un orificio en la memoria,

vacilante y temblorosa sombra de cera, o dura como la piedra, en ambos casos dolorosa como la amputación del pie derecho.

Tragados por la selva y por los días de la selva,

con uñas de mineral, cabellos vegetales y cuerpo de animal furioso decidido a vivir,

trepábamos por las abruptas vertientes para descubrir el foco del cielo,

y adivinar en el horizonte una salida imposible puesto que la tierra no tiene salida,

sino el mar donde se ahogan los que no se asfixiaron en la selva.