SAN LORENZO

Julián Mesa, niño de doce años, gritaba con todas sus fuerzas, frente al monte que iba a quemar:

–“¡Harto viento San Lorenzo, harto viento!”.

Le habían encargado la quema de ese monte, un monte inmenso, y él, solo, hizo las calles donde se necesitaba hacerlas, y el día de prenderle candela estaba yo casualmente en su casa y fui con él para ver arder el monte, y él me enseñó cómo se hace y las imprecaciones, la mayoría muy obscenas, que hay que gritarle a San Lorenzo para que provea el viento necesario a la operación.

No se rezaba a los santos en aquella región en donde yo me crié, sino que se los insultaba soezmente para que se decidieran a conceder los favores.

Había en ese aspecto una especie de emulación para inventar los insultos apropiados, que removerían la renuente voluntad de los santos de su quietud beatífica hacia quienes de ese modo insólito les invocaran.

Todo el santo día estuvo Julián Mesa insultando a San Lorenzo, pidiéndole viento, agitando en el aire su sombrero de caña. Cuando el bosque incendiado crepitaba, y los enormes árboles caían con un estruendo de humo y cenizas, nos fuimos a sentar en una loma hasta el anochecer, lejos del calor y muy emocionados con lo bonito que bramaba San Lorenzo desde el centro mismo de la candela.

La quema del monte duró tres días con sus noches, la operación estuvo perfecta, y nadie por su hazaña le presentó agradecimientos a Julián Mesa.

No existía antes el mito de los niños, como no existe aún en los campos ni en los pueblos.

Mito que en caso de emergencia desaparece, y que no existió en la antigüedad, en la Edad Media ni en el Renacimiento.

Mito de la edad moderna que volverá a desaparecer –ya está desapareciendo– en la era post-industrial.

En muchas regiones los niños alternan con los mayores naturalmente, participando en los trabajos, en las fiestas, y de ese modo llegan sin traumatismos a la edad adulta. Por el método actual los niños no maduran, y por eso la administración está plagada de unos hombrotes mayores de treinta años que son como niños, y hacen pucheros frente a sus pequeñas contrariedades de burócratas.

Mientras que en los campos y en los pueblos, niños de doce años se desempeñan como hombres en todas las labores con una seguridad y propiedad admirables y una capacidad de héroes.

Según Bernard Thomas, la infancia fue una invención del siglo XVII. Nos cuenta que Ronsard era paje en la corte de Francia a los catorce años. Se codeaba con el mundo de los adultos y todos encontraban que esto era normal.

Trabajan duro los niños en el campo, y muchos trabajan también en la ciudad. A los niños les gusta trabajar. A los niños no les gusta ser niños. Lo malo está en que se los explote con injusticia.

Los niños de Altamira no teníamos juguetes, pero teníamos algo mejor: herramientas hechas para nuestro tamaño: azadones livianos, regatones de palo liso, hachas pequeñas para trozar palos delgados, martillos cortos. Aprendimos la siembra, la carpintería, la construcción de establos, ayudamos al desmonte con machetes mientras nuestros tíos lo hacían con peinillas, y puesto que la aldea había sido construida entre todos, podíamos decir que teníamos una aldea.

La tuvimos hasta el día en que llegaron unos policías de Bogotá, mandados por el Gobierno, que es el que hace las planificaciones, y decidieron que había que matar a las gentes y quemarles sus casas porque no estaban haciendo nada útil. Que debíamos irnos para la capital a trabajar en una cosa llamada industria. Como si fuéramos industriales. Que eso nos mandaba decir Lauchlin Currie.

Entonces los niños de mi país se volvieron mendigos, y así hemos venido construyendo estas ciudades. Después de que unos pocos robaron el dinero de muchos, ahora nos dicen que volvamos al campo porque las ciudades están en quiebra, pero ya no podemos volver y así nos hemos encontrado sin un lugar en el campo ni en la ciudad.

Y de nuevo habrá unos que se encargarán de matar a los que sobran, y es probable que éstos últimos no estén de acuerdo, y se encenderá la Tierra.


–“¡Harto viento, San Lorenzo!”