Nos reunimos todos en el palacio de cinco pisos para asistir a la representación.
Todos los pisos se abrían interiormente hacia el gran patio central y los balcones
comenzaban a llenarse de invitados que limpiaban sus espejuelos y abrían –ellas– las ventanas.
Yo, en compañía de mi adicto monstruo, el que siempre lame mis pies y jamás se separa de mi lado,
subí hasta una buhardilla lateral, que desde fuera se ve coronada por un hipogrifo de bronce,
y allí me instalé con él, solos y disfrutando del mejor ángulo posible.
A poco estar vimos a una niña que atravesaba el patio y corría a esconderse detrás de una columna, en el sótano,
y luego a un niño que salía por el extremo opuesto y se dirigía hacia ella con la mano extendida,
y un globo aerostático que descendiendo entre tanto sobre el patio
soltaba en el extremo donde se había escondido la niña un balón de colores y el niño que gritaba:
–¡No coloquen esa bomba!
Luego el edificio comenzó a estremecerse
y los invitados no sabían hacia dónde correr.
Olvidaba decir la palabra Camelia.