Es cierto que nos pesaba demasiado el corazón y, arrancándonoslo, lo echamos a un basurero,
y cuando fracasó nuestro último intento de suicidio nos recluimos atemorizados en nuestra cabaña de cinabrio.
Por eso os sugiero que esta tarde nos vamos, recogiendo nuestros pedazos,
por todos los caminos por donde hemos andado:
La mano con que le di de comer a un pez en el delta del Orinoco,
el ojo que quedó destrozado entre las tenacillas de un cangrejo (Playa de Miralejos, región del Pacífico sur),
el pie con que le pisé la cabeza a la serpiente de velos azules,
la acrobática lengua prensil, aduladora, farfulladora y retráctil,
enganchada en un anzuelo de cobre en el palo de mesana del buque insignia del capitán Sader Masoch, joven lobo de amar,
y todo lo demás: el reloj de manecillas trémulas, incapaces de retener los segundos,
el calzador que me hice con la lengua disecada de mi primer amante,
ese montón de cosas que hemos arrastrado con nosotros como ríos salidos de madre:
la silla, el peine y
el canario enrejado,
la inyección de morfina con su manguito de vidrio,
y el creador de la morfina que permite mi largo sueño de la escalera para endurecer el dolor
y etcétera es decir,
también todo lo vuestro.
O qué creéis: ¿Que vais a resucitar una y otra vez todos los días,
hasta que tengáis veinte cabezas, como una hidra?